domingo, 27 de mayo de 2012

Aendel Pasobrillante Praderaverde, inicios.


La primera noticia que Adamus Altus Pasobrillante tuvo acerca de su próxima paternidad vino, como no podía ser de otra manera, por medio de la gran pasión de su vida: la Adivinación. Adamus era, ya a la edad de treinta y cinco años, uno de los más respetados miembros de la Casa de los Adivinos, así como también un destacado consejero del GUM ([1]). Aquella noche, pese a su bien fundada reputación de autocontrol y disciplina, Adamus cedió a la tentación sobre la que en anteriores ocasiones tanto le había advertido su maestro, el Venerable Anciano de los Astros: la de utilizar su don solo para su propio beneficio, sin que mediara un caso de verdadera necesidad. A solas en su estudio, después de una de las controvertidas reuniones que comportaba su cargo en el Consejo multirracial, Adamus se detuvo a reflexionar sobre una imagen que le había llamado poderosamente la atención y que refería a una idea sobre la que nunca antes había pensado meditar.

Había sido durante el transcurso de una discusión en la que un Jefe de Clan enano se había lanzado en un iracundo ataque dialéctico contra uno de los siempre enrevesados diputados gnomos. El tema en cuestión trataba acerca de los derechos de uno y otro pueblo sobre una ruta comercial que unía sus colindantes territorios. Hasta ahí no había, en realidad, nada que no hubiera presenciado ya más de cien veces en el pasado. Lo que de verdad había interesado al Adivino había sido lo que había sucedido después, una vez pasado el ardor inicial del jerifalte enano. El propio hijo del tozudo individuo, que lo acompañaba como parte de su aprendizaje en las lides diplomáticas, había tomado el relevo en la enconada disputa. Tanto es así que continuó en la lucha hasta conseguir que el gnomo cediese, al fin, a las pretensiones iniciales de su progenitor.
Aquel hecho aislado, que no había pasado de ser una nadería para la inmensa mayoría de los presentes, había dejado una pequeña marca en la memoria de Adamus, una nota personal que le había inducido a pensar en todo ello más tarde, con más calma.  
¿Qué era lo que había notado durante aquel lance concreto de la reunión? Al reflexionar con serenidad sobre ello, lo comprendió.

Adamus, cuyos padres habían muerto en la batalla por defender Transiand de la Tercera Invasión Sharkiana treinta años atrás, era hijo único además de huérfano temprano. El ahora respetable mago nunca había encontrado, desde que tuviera uso de razón, la guía de su padre o su madre, un hermano en el que apoyarse o una hermana con la que compartir sus sentimientos. Él no deseaba que se malinterpretaran sus pensamientos. No estaba poco agradecido por la dulce, atenta y exigente educación de sus tíos, el hermano de su padre y su esposa. En absoluto. Sin embargo, siempre había podido sentir algo parecido a una extraña ruptura generacional. Por decirlo de alguna manera, hasta cierto punto se sentía desvinculado del transcurso natural del ciclo de la vida. Era como si la muerte de sus padres le hubiera sacado de su mundo, como si fuera un sarmiento que, separado de la vid, tarde o temprano muere sin dar fruto.
Por fortuna para Adamus, hacía solo dos años que había contraído matrimonio con una bella, sincera y comprensiva muchacha que le había hecho recuperar las esperanzas de volver a formar parte de ese mismo mundo. Un mundo que, desde su posición de erudito y adivino, sentía moverse bajo sus atentos ojos como si lo viera (y a veces así era) a través de una bola de cristal. Pero sin poder acercar la mano y tocarlo, sin alcanzar a sentir realmente su pálpito, su vida.
Así pues, casi se podría decir que fue la escena que había presenciado aquella tarde lo que le había movido a sucumbir a la tentación. En la privada soledad de su estudio, Adamus Altus Pasobrillante invocó los efectos de un poderoso conjuro de Adivinación para descubrir algo sobre sí mismo y su futuro.

El hechizo en cuestión tenía una mecánica interna bastante compleja e incluso peligrosa, si bien su preparación era de las más sencillas dentro de la amplia gama de sortilegios que un Adivino de su categoría podía conocer. En primer lugar, tenía que preparar dos tacos de madera, lo más similares posibles a las juntas de un rodapié, y colocarlos en mitad de la habitación como si una invisible puerta fuese a alzarse sobre ellos. Después debía disponer, como delimitando el dintel de la inexistente entrada, un reguero de pequeñas Frutas de Medianoche, de un fuerte y embriagador aroma y el aspecto de pequeñas canicas de cristal con un profundo color azul marino. Finalmente, se colocaría a no menos de tres varas de la línea de frutas y trazaría un círculo a su alrededor con polvo de platino y oro entremezclados, lo que elevaba considerablemente el coste del conjuro, pero que eran insustituibles para garantizar su seguridad. Escatimar en gastos a la hora de ejecutar un conjuro tan poderoso sólo podía conducir, más tarde o más temprano, a un final trágico.
Una vez concluidos los preparativos, tomó uno de sus libros de conjuros con ambas manos y comenzó a recitar la letanía que daba comienzo a la consabida conjunción de fuerzas, así como a su adecuado despliegue sobre los componentes preparados. A diferencia de otros muchos, este mágico proceso no requería de intrincados símbolos que trazar con las manos o con alguna suerte de vara o varita, por lo que podía concentrarse plenamente en la exacta pronunciación de las palabras y la correcta inflexión de su voz al hacerlo. Tal y como esperaba, su llamada tardó unos minutos en surtir efecto mas, cuando al fin lo hizo, la criatura que contestó a ella no resultó ser, por fortuna, uno de los terroríficos demonios que rondaban a veces por los planos exteriores a los que acababa de abrir el mágico acceso.
Pese a la complejidad de los preparativos, aquello era es lo más parecido a acercarse a una puerta, la que sea, y llamar con los nudillos hasta que alguien la abra. El problema radica en que puede que nadie esté lo bastante cerca de dicha puerta como para oír tu llamada, o que haya tantos entes que se estorben unos a otros y la respuesta resulte tan caótica que el adivino resuelva abandonar en su empeño y poner fin al contacto. Por supuesto, uno no tiene modo alguno de elegir quién o qué abrirá la puerta, y ese es precisamente el mayor peligro de algo así.
Ni que decir tiene que algunos hechiceros prefieren contactar con planos cercanos a los Nueve Infiernos de Aquél Que Está Por Encima De Todos, el Señor Oscuro, bajo cuyos auspicios se encuentran el Emperador Kryll de Sharkiand y sus ejércitos, mientras que otros optan por aproximarse más a los Siete Cielos del Todopoderoso Señor del Bien, o los Salones del Saber del erudito Lotharán, aunque esta deidad neutral tenga la molesta manía de brindar su valiosa ayuda en forma de acertijos. En cualquier caso, la tarea de contactar directamente con estas entidades, que pueden resultar tan abrumadoramente superiores a un simple mortal como para causar en él un desconcierto y un desorden mental cercano a la locura, resulta siempre una inagotable fuente de adrenalina, además de una vía efectiva para obtener las buscadas pistas sobre las cuestiones más variopintas. Por fortuna, en este caso Adamus tuvo la suerte de cara y la Servidora de Trisah que acudió a su llamada resultó ser más amable que beligerante, cosa que agradeció una vez concluido el ritual y cerrado el portal mágico.
-Oh, donosa creatura, bienhallades sean sus venturas- saludó el joven adivino, en el formal estilo del lenguaje humano antiguo.
-Mis saludos y los de mi señora también contigo, humano- saludó a su vez ella, actualizando al instante el registro de su conversación.
-Hallándome indescriptiblemente agradecido por vuestra respuesta a mi tosca llamada, desearía accedierais a ayudarme en solventar una duda que me corroe- pidió él cautelosamente, decidido a no abandonar el tono suplicante de su discurso.
-Hablad, hombre. Os escucho. Aunque debéis saber que no más de tres respuestas podré daros en esta ocasión- advirtió ella, llevándose una de las pequeñas frutillas a los labios dispuesta a deleitarse con la ofrenda a tal objeto preparada.
-No necesitaré más, mi señora- aceptó él, de inmediato -. He aquí mi primera cuestión: ¿Está, ejem, en las estrellas escrito que mi joven esposa y yo tengamos, ejem, descendencia?- preguntó él, algo avergonzado por el género de la pregunta, pero tratando de parecer serio y no excesivamente preocupado, como estaba, por la respuesta.
Ella le respondió con el brillante y cristalino sonido de su risa, que cayó sobre los oídos del mortal como si una refrescante cascada de agua de montaña lavase la reseca piel de un sediento viajero del vasto desierto estriano.
-Más sólidamente escrito de lo que creéis, adivino- le dijo, al fin, arrancándole un irrefrenable suspiro de alivio a Adamus.
-¿Cuál será su sexo?- quiso saber él, abandonando su estilo reverente por la emoción de la noticia.
-Es un varón, como vos. Y será un importante Archimago en cuyas manos estará cambiar la Historia de la Esencia en Dracontrand y de otros mundos por muchos eones- le confirmó, aún jocosa, la Servidora.
-¿Es un varón?- preguntó él, anonadado.
-Sí, pues vuestra joven esposa dará a luz en menos de ocho meses. Felicidades, humano. Al fin vuestro círculo se ha cerrado- le contestó, divertida, la entidad.
Y dicho esto, se agachó para recoger la última de las frutillas, que había ido comiendo con delectación a medida que se desarrollaba su peculiar entrevista y desapareció cerrando la luminosa puerta tras de sí.
Allí quedó, de rodillas y con lágrimas de felicidad y agradecimiento rodando por sus mejillas, el respetado, severo y casi siempre racional Adamus Altus Pasobrillante.

Así fue como se conoció, gracias a la magia, el nacimiento del niño humano que sería bautizado, según el rito de los magos, con el nombre de Aendel y los apellidos de sus dos padres, Adamus Altus Pasobrillante y Meriadial Praderaverde. El rito incluía una larga ristra de salmodias cantadas y una rigurosa secuencia de actos simbólicos en los que el espíritu del bautizado quedaba preparado para ser consagrado al dominio, estudio y manejo de las fuerzas mágicas del universo, ancestralmente denominadas bajo el nombre de Esencia de Todas las Cosas.
Pero la inmensa mayoría de los habitantes de Dracontrand no conocía o despreciaba su existencia o, lo que era aún peor, la negaba atribuyéndolas a engaños de prestidigitadores, estafadores o hasta cómicos ambulantes. A pesar de que la magia estaba muy presente en la sociedad y la vida de casi todos ellos, lo cierto era que la manera más directa en que sus estudiosos afectaban los designios del mundo era a través de la situación y actuación de los hechiceros en la política mundana a los más diversos niveles. En el GUM, por ejemplo, los Adivinos de Tyros ocupaban la cabeza de la mesa en todas las reuniones. Su presidencia no sólo era decorativa, ya que sobre el Venerable recaía además el voto de calidad ante cualquier decisión trascendente que se sometiese a consideración en el Consejo. En los Ejércitos del Lord Oscuro, en cambio, la jerarquía de poder era eminentemente militar y, por ello, el voto de los hechiceros simplemente no existía, teniendo que restringir su influencia a la calidad de meros consejeros del Emperador o, en su defecto, de alguno de sus generales y demás subalternos. Éstos, cuando de verdad eran gente competente, se abstenían muy mucho de pasar por alto o tomar a la ligera su opinión, pero siempre quedaba bajo su juicio la toma real de las decisiones finales.
Por otro lado, el mundo entero estaba sembrado de hechiceros, individuos normalmente solitarios que, llevados por el ansia de aventuras, conocimiento, poder o riquezas materiales, recorrían la tierra deshaciendo entuertos, robando tesoros, derrotando bestias mitológicas o buscando secretos de poderes ocultos. Claro que, en ocasiones, también se les podía ver corriendo delante de una multitud de enfebrecidos campesinos que intentaban lincharlos bajo acusación de practicar la brujería contra sus vecinos y posesiones o de crímenes aún peores.
Así pues, la vida de un mago no estaba destinada a ser, ni mucho menos, un camino de rosas. A pesar de esto, no corrían malos tiempos para los practicantes del Arte de la Esencia, como lo llamaban civilizaciones mucho más antiguas que las actuales. El número de aprendices fluctuaba en un lento pero sólido crecimiento y sólo las guerras o las epidemias causaban una alteración importante en esta tendencia. A pesar de los bárbaros antes mencionados, la población en su conjunto ya no apedreaba directamente a cualquier viajero que fuera vestido con una túnica y leyese un libro. Al menos, no en estos tiempos. Además, la proliferación de los carismáticos bardos, que a menudo incluían entre sus habilidades una reducida pero apreciable práctica del Arte Mágico, había ayudado y lo seguía haciendo a su integración en cualquier comunidad mínimamente civilizada.
Resulta comprensible pensar, no obstante, que la felicidad iba por barrios, como se suele decir. Los Alteradores, dedicados al tratamiento de la materia, era apreciados en diversas regiones, especialmente aquellas en las que habían ayudado a edificar casas y graneros, arar los campos, etc…. Los Ilusionistas eran aclamados en las cortes por la fascinante aportación que su Arte hacía al divertimento de los más ricos potentados. En la otra cara de la moneda, los Evocadores eran mirados con gran recelo por los ciudadanos más fervorosamente mundanos y los Nigromantes, pese a que ya no quedaba casi ningún hechicero que se identificase con la Necromancia como área de estudio, aún eran temidos, odiados y repudiados por cualquiera que tuviera la más mínima sospecha de su naturaleza. Con todo, hubo un tiempo que estos últimos estaban considerados como los más benéficos de todos los practicantes de magia. Sin embargo, la influencia curadora y benéfica de sacerdotes como los de la diosa Trisah, había hecho que la figura del Nigromante se fuera pervirtiendo hasta asociarla de forma automática con las brujas, los muertos vivientes y los secretos abominables.
Y, además de todos ellos, estaban los Adivinos. Estos eran temidos por los supersticiosos y los cobardes, ignorados por los incrédulos y reverenciados por la mayoría del vulgo, que no pertenecía a estos dos grupúsculos. Su lugar en el gobierno de las razas libres, ampliamente criticado en un principio por el Cónclave de Todas las Casas, lo decía todo sobre su posición en la sociedad translasiana. A esta Casa en concreto pertenecía el padre de Aendel, a esta Casa en concreto perteneció la siempre discreta madre de Aendel, y en las enseñanzas de esta Casa iba a ser educado Aendel.
Sólo los hados decidirían al final cuál sería su camino. Siempre era así. Siempre debía ser así.

Pero antes de que llegara el momento de decidir por cuál de las Sendas de la Magia se decantaría, el niño debería demostrar sus aptitudes. En segundo lugar, ya siendo muchacho, Aendel tendría que escuchar su Augurio, una visión vital que invocaría el propio Venerable cuando el joven finalizase sus estudios primarios. Incluso después de eso, el camino a seguir podía cambiar de muy diversas maneras ya que, según se estipulaba en la estricta normativa del Augurio, la información estaba toda allí, pero interpretarla le llevaría toda la vida al receptor y objeto del conjuro.
Ese era el mundo en el que había nacido el pequeño Aendel, un mundo de fuerzas maravillosas, de intrigas metafísicas, de poderes inimaginables y de peligros más allá de toda comprensión. Para ser sincero, he de reconocer que el muchacho se desenvolvió bastante bien, dadas las circunstancias. Y es que, no todos los días nace un humano que tiene en su mano cambiar el destino de la Magia en el mundo, ¿verdad?


[1] Nota del Autor: El Gobierno Unificado Multirracial es el órgano de gobierno de la alianza entre las razas libres del continente de Transiand, a saber: humanos, elfos, enanos, halflings y gnomos. Este cuenta con un Consejo en representación de todas las razas que incluye, a modo de elemento moderador neutral, una representación de los Adivinos de Tyros, la Ciudad de los Astros.

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