La primera noticia que Adamus Altus
Pasobrillante tuvo acerca de su próxima paternidad vino, como no podía ser de
otra manera, por medio de la gran pasión de su vida: la Adivinación. Adamus
era, ya a la edad de treinta y cinco años, uno de los más respetados miembros
de la Casa de los Adivinos, así como también un destacado consejero del GUM ([1]). Aquella noche, pese a su bien
fundada reputación de autocontrol y disciplina, Adamus cedió a la tentación
sobre la que en anteriores ocasiones tanto le había advertido su maestro, el
Venerable Anciano de los Astros: la de utilizar su don solo para su propio
beneficio, sin que mediara un caso de verdadera necesidad. A solas en su
estudio, después de una de las controvertidas reuniones que comportaba su cargo
en el Consejo multirracial, Adamus se detuvo a reflexionar sobre una imagen que
le había llamado poderosamente la atención y que refería a una idea sobre la
que nunca antes había pensado meditar.
Había sido durante el transcurso de
una discusión en la que un Jefe de Clan enano se había lanzado en un iracundo
ataque dialéctico contra uno de los siempre enrevesados diputados gnomos. El
tema en cuestión trataba acerca de los derechos de uno y otro pueblo sobre una
ruta comercial que unía sus colindantes territorios. Hasta ahí no había, en
realidad, nada que no hubiera presenciado ya más de cien veces en el pasado. Lo
que de verdad había interesado al Adivino había sido lo que había sucedido después,
una vez pasado el ardor inicial del jerifalte enano. El propio hijo del tozudo
individuo, que lo acompañaba como parte de su aprendizaje en las lides
diplomáticas, había tomado el relevo en la enconada disputa. Tanto es así que
continuó en la lucha hasta conseguir que el gnomo cediese, al fin, a las
pretensiones iniciales de su progenitor.
Aquel hecho aislado, que no había
pasado de ser una nadería para la inmensa mayoría de los presentes, había
dejado una pequeña marca en la memoria de Adamus, una nota personal que le
había inducido a pensar en todo ello más tarde, con más calma.
¿Qué era lo que había notado durante
aquel lance concreto de la reunión? Al reflexionar con serenidad sobre ello, lo
comprendió.
Adamus, cuyos padres habían muerto en
la batalla por defender Transiand de la Tercera Invasión Sharkiana treinta años
atrás, era hijo único además de huérfano temprano. El ahora respetable mago
nunca había encontrado, desde que tuviera uso de razón, la guía de su padre o
su madre, un hermano en el que apoyarse o una hermana con la que compartir sus
sentimientos. Él no deseaba que se malinterpretaran sus pensamientos. No estaba
poco agradecido por la dulce, atenta y exigente educación de sus tíos, el
hermano de su padre y su esposa. En absoluto. Sin embargo, siempre había podido
sentir algo parecido a una extraña ruptura generacional. Por decirlo de alguna
manera, hasta cierto punto se sentía desvinculado del transcurso natural del
ciclo de la vida. Era como si la muerte de sus padres le hubiera sacado de su
mundo, como si fuera un sarmiento que, separado de la vid, tarde o temprano
muere sin dar fruto.
Por fortuna para Adamus, hacía solo
dos años que había contraído matrimonio con una bella, sincera y comprensiva
muchacha que le había hecho recuperar las esperanzas de volver a formar parte
de ese mismo mundo. Un mundo que, desde su posición de erudito y adivino,
sentía moverse bajo sus atentos ojos como si lo viera (y a veces así era) a
través de una bola de cristal. Pero sin poder acercar la mano y tocarlo, sin
alcanzar a sentir realmente su pálpito, su vida.
Así pues, casi se podría decir que
fue la escena que había presenciado aquella tarde lo que le había movido a
sucumbir a la tentación. En la privada soledad de su estudio, Adamus Altus
Pasobrillante invocó los efectos de un poderoso conjuro de Adivinación para descubrir
algo sobre sí mismo y su futuro.
El hechizo en cuestión tenía una mecánica
interna bastante compleja e incluso peligrosa, si bien su preparación era de
las más sencillas dentro de la amplia gama de sortilegios que un Adivino de su
categoría podía conocer. En primer lugar, tenía que preparar dos tacos de
madera, lo más similares posibles a las juntas de un rodapié, y colocarlos en
mitad de la habitación como si una invisible puerta fuese a alzarse sobre
ellos. Después debía disponer, como delimitando el dintel de la inexistente
entrada, un reguero de pequeñas Frutas de Medianoche, de un fuerte y
embriagador aroma y el aspecto de pequeñas canicas de cristal con un profundo
color azul marino. Finalmente, se colocaría a no menos de tres varas de la
línea de frutas y trazaría un círculo a su alrededor con polvo de platino y oro
entremezclados, lo que elevaba considerablemente el coste del conjuro, pero que
eran insustituibles para garantizar su seguridad. Escatimar en gastos a la hora
de ejecutar un conjuro tan poderoso sólo podía conducir, más tarde o más
temprano, a un final trágico.
Una vez concluidos los preparativos,
tomó uno de sus libros de conjuros con ambas manos y comenzó a recitar la
letanía que daba comienzo a la consabida conjunción de fuerzas, así como a su
adecuado despliegue sobre los componentes preparados. A diferencia de otros
muchos, este mágico proceso no requería de intrincados símbolos que trazar con
las manos o con alguna suerte de vara o varita, por lo que podía concentrarse
plenamente en la exacta pronunciación de las palabras y la correcta inflexión
de su voz al hacerlo. Tal y como esperaba, su llamada tardó unos minutos en
surtir efecto mas, cuando al fin lo hizo, la criatura que contestó a ella no
resultó ser, por fortuna, uno de los terroríficos demonios que rondaban a veces
por los planos exteriores a los que acababa de abrir el mágico acceso.
Pese a la complejidad de los preparativos,
aquello era es lo más parecido a acercarse a una puerta, la que sea, y llamar
con los nudillos hasta que alguien la abra. El problema radica en que puede que
nadie esté lo bastante cerca de dicha puerta como para oír tu llamada, o que
haya tantos entes que se estorben unos a otros y la respuesta resulte tan
caótica que el adivino resuelva abandonar en su empeño y poner fin al contacto.
Por supuesto, uno no tiene modo alguno de elegir quién o qué abrirá la puerta,
y ese es precisamente el mayor peligro de algo así.
Ni que decir tiene que algunos
hechiceros prefieren contactar con planos cercanos a los Nueve Infiernos de
Aquél Que Está Por Encima De Todos, el Señor Oscuro, bajo cuyos auspicios se
encuentran el Emperador Kryll de Sharkiand y sus ejércitos, mientras que otros
optan por aproximarse más a los Siete Cielos del Todopoderoso Señor del Bien, o
los Salones del Saber del erudito Lotharán, aunque esta deidad neutral tenga la
molesta manía de brindar su valiosa ayuda en forma de acertijos. En cualquier
caso, la tarea de contactar directamente con estas entidades, que pueden
resultar tan abrumadoramente superiores a un simple mortal como para causar en
él un desconcierto y un desorden mental cercano a la locura, resulta siempre
una inagotable fuente de adrenalina, además de una vía efectiva para obtener
las buscadas pistas sobre las cuestiones más variopintas. Por fortuna, en este
caso Adamus tuvo la suerte de cara y la Servidora de Trisah que acudió a su
llamada resultó ser más amable que beligerante, cosa que agradeció una vez
concluido el ritual y cerrado el portal mágico.
-Oh, donosa creatura, bienhallades
sean sus venturas- saludó el joven adivino, en el formal estilo del lenguaje
humano antiguo.
-Mis saludos y los de mi señora
también contigo, humano- saludó a su vez ella, actualizando al instante el
registro de su conversación.
-Hallándome indescriptiblemente
agradecido por vuestra respuesta a mi tosca llamada, desearía accedierais a
ayudarme en solventar una duda que me corroe- pidió él cautelosamente, decidido
a no abandonar el tono suplicante de su discurso.
-Hablad, hombre. Os escucho. Aunque
debéis saber que no más de tres respuestas podré daros en esta ocasión-
advirtió ella, llevándose una de las pequeñas frutillas a los labios dispuesta
a deleitarse con la ofrenda a tal objeto preparada.
-No necesitaré más, mi señora- aceptó
él, de inmediato -. He aquí mi primera cuestión: ¿Está, ejem, en las estrellas
escrito que mi joven esposa y yo tengamos, ejem, descendencia?- preguntó él,
algo avergonzado por el género de la pregunta, pero tratando de parecer serio y
no excesivamente preocupado, como estaba, por la respuesta.
Ella le respondió con el brillante y
cristalino sonido de su risa, que cayó sobre los oídos del mortal como si una
refrescante cascada de agua de montaña lavase la reseca piel de un sediento
viajero del vasto desierto estriano.
-Más sólidamente escrito de lo que
creéis, adivino- le dijo, al fin, arrancándole un irrefrenable suspiro de
alivio a Adamus.
-¿Cuál será su sexo?- quiso saber él,
abandonando su estilo reverente por la emoción de la noticia.
-Es un varón, como vos. Y será un
importante Archimago en cuyas manos estará cambiar la Historia de la Esencia en
Dracontrand y de otros mundos por muchos eones- le confirmó, aún jocosa, la
Servidora.
-¿Es un varón?- preguntó él,
anonadado.
-Sí, pues vuestra joven esposa dará a
luz en menos de ocho meses. Felicidades, humano. Al fin vuestro círculo se ha
cerrado- le contestó, divertida, la entidad.
Y dicho esto, se agachó para recoger
la última de las frutillas, que había ido comiendo con delectación a medida que
se desarrollaba su peculiar entrevista y desapareció cerrando la luminosa
puerta tras de sí.
Allí quedó, de rodillas y con
lágrimas de felicidad y agradecimiento rodando por sus mejillas, el respetado,
severo y casi siempre racional Adamus Altus Pasobrillante.
Así fue como se conoció, gracias a la
magia, el nacimiento del niño humano que sería bautizado, según el rito de los
magos, con el nombre de Aendel y los apellidos de sus dos padres, Adamus Altus Pasobrillante
y Meriadial Praderaverde. El rito incluía una larga ristra de salmodias
cantadas y una rigurosa secuencia de actos simbólicos en los que el espíritu
del bautizado quedaba preparado para ser consagrado al dominio, estudio y
manejo de las fuerzas mágicas del universo, ancestralmente denominadas bajo el
nombre de Esencia de Todas las Cosas.
Pero la inmensa mayoría de los
habitantes de Dracontrand no conocía o despreciaba su existencia o, lo que era
aún peor, la negaba atribuyéndolas a engaños de prestidigitadores, estafadores
o hasta cómicos ambulantes. A pesar de que la magia estaba muy presente en la
sociedad y la vida de casi todos ellos, lo cierto era que la manera más directa
en que sus estudiosos afectaban los designios del mundo era a través de la
situación y actuación de los hechiceros en la política mundana a los más
diversos niveles. En el GUM, por ejemplo, los Adivinos de Tyros ocupaban la
cabeza de la mesa en todas las reuniones. Su presidencia no sólo era
decorativa, ya que sobre el Venerable recaía además el voto de calidad ante
cualquier decisión trascendente que se sometiese a consideración en el Consejo.
En los Ejércitos del Lord Oscuro, en cambio, la jerarquía de poder era
eminentemente militar y, por ello, el voto de los hechiceros simplemente no
existía, teniendo que restringir su influencia a la calidad de meros consejeros
del Emperador o, en su defecto, de alguno de sus generales y demás subalternos.
Éstos, cuando de verdad eran gente competente, se abstenían muy mucho de pasar por
alto o tomar a la ligera su opinión, pero siempre quedaba bajo su juicio la
toma real de las decisiones finales.
Por otro lado, el mundo entero estaba
sembrado de hechiceros, individuos normalmente solitarios que, llevados por el
ansia de aventuras, conocimiento, poder o riquezas materiales, recorrían la
tierra deshaciendo entuertos, robando tesoros, derrotando bestias mitológicas o
buscando secretos de poderes ocultos. Claro que, en ocasiones, también se les
podía ver corriendo delante de una multitud de enfebrecidos campesinos que
intentaban lincharlos bajo acusación de practicar la brujería contra sus
vecinos y posesiones o de crímenes aún peores.
Así pues, la vida de un mago no
estaba destinada a ser, ni mucho menos, un camino de rosas. A pesar de esto, no
corrían malos tiempos para los practicantes del Arte de la Esencia, como lo
llamaban civilizaciones mucho más antiguas que las actuales. El número de
aprendices fluctuaba en un lento pero sólido crecimiento y sólo las guerras o
las epidemias causaban una alteración importante en esta tendencia. A pesar de
los bárbaros antes mencionados, la población en su conjunto ya no apedreaba
directamente a cualquier viajero que fuera vestido con una túnica y leyese un
libro. Al menos, no en estos tiempos. Además, la proliferación de los
carismáticos bardos, que a menudo incluían entre sus habilidades una reducida
pero apreciable práctica del Arte Mágico, había ayudado y lo seguía haciendo a
su integración en cualquier comunidad mínimamente civilizada.
Resulta comprensible pensar, no
obstante, que la felicidad iba por barrios, como se suele decir. Los
Alteradores, dedicados al tratamiento de la materia, era apreciados en diversas
regiones, especialmente aquellas en las que habían ayudado a edificar casas y
graneros, arar los campos, etc…. Los Ilusionistas eran aclamados en las cortes
por la fascinante aportación que su Arte hacía al divertimento de los más ricos
potentados. En la otra cara de la moneda, los Evocadores eran mirados con gran
recelo por los ciudadanos más fervorosamente mundanos y los Nigromantes, pese a
que ya no quedaba casi ningún hechicero que se identificase con la Necromancia
como área de estudio, aún eran temidos, odiados y repudiados por cualquiera que
tuviera la más mínima sospecha de su naturaleza. Con todo, hubo un tiempo que
estos últimos estaban considerados como los más benéficos de todos los
practicantes de magia. Sin embargo, la influencia curadora y benéfica de sacerdotes
como los de la diosa Trisah, había hecho que la figura del Nigromante se fuera
pervirtiendo hasta asociarla de forma automática con las brujas, los muertos
vivientes y los secretos abominables.
Y, además de todos ellos, estaban los
Adivinos. Estos eran temidos por los supersticiosos y los cobardes, ignorados
por los incrédulos y reverenciados por la mayoría del vulgo, que no pertenecía
a estos dos grupúsculos. Su lugar en el gobierno de las razas libres,
ampliamente criticado en un principio por el Cónclave de Todas las Casas, lo
decía todo sobre su posición en la sociedad translasiana. A esta Casa en
concreto pertenecía el padre de Aendel, a esta Casa en concreto perteneció la
siempre discreta madre de Aendel, y en las enseñanzas de esta Casa iba a ser
educado Aendel.
Sólo los hados decidirían al final
cuál sería su camino. Siempre era así. Siempre debía ser así.
Pero antes de que llegara el momento
de decidir por cuál de las Sendas de la Magia se decantaría, el niño debería
demostrar sus aptitudes. En segundo lugar, ya siendo muchacho, Aendel tendría
que escuchar su Augurio, una visión vital que invocaría el propio Venerable
cuando el joven finalizase sus estudios primarios. Incluso después de eso, el
camino a seguir podía cambiar de muy diversas maneras ya que, según se
estipulaba en la estricta normativa del Augurio, la información estaba toda
allí, pero interpretarla le llevaría toda la vida al receptor y objeto del
conjuro.
Ese era el mundo en el que había
nacido el pequeño Aendel, un mundo de fuerzas maravillosas, de intrigas
metafísicas, de poderes inimaginables y de peligros más allá de toda
comprensión. Para ser sincero, he de reconocer que el muchacho se desenvolvió
bastante bien, dadas las circunstancias. Y es que, no todos los días nace un
humano que tiene en su mano cambiar el destino de la Magia en el mundo,
¿verdad?